14 agosto, 2006

Un ruidoso silencio inmortal

Parte este espacio que extrañamente me es necesario. Y parte con algo que viví hace poco y que me gusta recordar... Una experiencia en el cementerio... una muy personal.

Hace un par de meses tuve un domingo fue muy distinto a los demás. No dormí hasta tarde, no me levanté a ver un partido por la tele ni mucho menos me desperté para ir a misa (lo que en todo caso no es extraño considerando que a una iglesia he entrado como 20 veces en mi vida: unas seis veces en calidad de “turista”, cinco por muertes, un par de matrimonios, dos navidades cuando pequeño y otro par para puras tonteras como mirar las esculturas que hay dentro o cosas así).

La cosa es que me había comprometido a acompañar a mi tía al cementerio (por cierto una tía viva, no la llevaban para que quedara descansando ahí). Por algún extraño motivo le daba miedo ir sola, así que como buen sobrino paleteado la acompañé. La verdad es que tampoco lo hacía de pura buena onda ya que la visita era al cuerpo… tumba… recuerdo… o algo así, de mi abuelito que dejó de respirar el 18 de febrero de este año.

Fui entonces sin problemas. Debo admitir que además me encantan los cementerios, siempre me han atraído aunque la verdad nunca había podido verlos de la forma en que podía hacerlo ahora con “alguien” a quien “visitar”…

11 AM en punto llega mi tía al lugar donde quedamos de juntarnos, solo a unas cuadras del cementerio y con paso presuroso empezamos a caminar hacia el “patio de los callaos”. El piso ripioso brillaba a full con el sol que empezaba a calentar la mañana… a lo lejos en el horizonte manchones multicolores de las florerías daban la impresión de acercarse a un cuadro postmoderno más que al cementerio.

Después de unos seis minutos y con el impacto floral aún en la retina llegamos. Mi tía compró un ramo de preciosas flores amarillas, pequeñas, bastante débiles de apariencia y aunque sin olor, lindas. Ella hablaba y hablaba con el tipo que vendía los ramos y yo como si fuese de piedra: observando, escuchando y oliendo todo.

Muchas más flores por todos lados, todas ellas con un fuerte olor a nada, con un aroma imposible de identificar… Estaban en las manos de las personas, en las de un niño con la polera rasgada, en las de una señora gorda con ojos llorosos y botadas por doquier frente a grandes portones negros. Portones de latón hechos como de tristeza, solemnidad y pesar… no sé si bien o mal ganadas.

Imponente ante mis ojos montones y montones de departamentos blancos, con miles de nombres, tarjetas, peluches, mensajes en mármol pálido y más flores aunque no tantas como el silencio…

Caminamos hacia la tumba que buscábamos tratando de parecer invisibles, como si hubiésemos sido juzgados en la plaza de la ciudad y la gente nos fuera a mirar con desprecio. Por algún extraño motivo ella me incitaba a actuar así, La solemnidad me pareció obligatoria entonces al caminar por ahí… Y me lo confirmó una señora que se cruzó en nuestro camino vestida con negro absoluto, un velo en su cara y con flores multicolores en su mano… Parecía la única forma de estar ahí.

Finalmente llegamos al lugar, con cuidadoso ritual se acercó mi tía, observó la cruz, tocó el mármol, miró fijamente intentando ver más allá de lo sólido, se sentó a un costado y habló en voz baja. Yo en silencio miraba alrededor, mi atención estaba en otro lado: cunas enrejadas con solo una flor sobre ellas, tarjetas musicales que sonaban teniendo el viento como cómplice y esculturas tremendas…

Un pájaro volaba sobre nosotros, yo ni miraba la tumba y no por miedo ni pena sino no podía dejar de mirar todo a mi alrededor. Sombras y luz en las tumbas, el rocío de la mañana en todos lados, una humedad callada pero que sabía muchas cosas…

Era extraño, era un lugar sin frío ni calor, ni viento, ni bruma ni nada o quizás mucho. Un lugar lleno de paz donde irónicamente tenía cerca de 200 cuerpos de muertos en unos 50 mts a la redonda. Espacios cargados de pena, lágrimas y dolor de miles de personas que habrían caminado por ahí. Pero para mí era distinto. Me sentí libre y tranquilo… casi como si en ese lugar nada de lo que estaba afuera tuviese importancia.

En eso miro a mi tía que sollozaba junto a la tumba de mi abuelito. Me tiró de vuelta al mundo del cementerio “tangible” (aquel que solo se ve con los ojos pero no que “se siente” como había hecho yo los últimos minutos) y me miró decepcionada. Sin palabras parecía juzgar mi actitud distante según lo que leí en sus ojos. Pero en realidad no era eso, sino que por algunos momentos había recordado porqué me gustaban tanto los cementerios: porque cuando estoy ahí aprecio más mi tiempo, valoro más poder respirar la frescura de los árboles que ahí dan sombra y me sorprendo por la maravilla de poder vivir. Pero eso parecía ella no entenderlo.

En ese instante sonreí, porque note entonces que ahora mi gusto por el cementerio tenía una nueva y mejor excusa. Lo que para ella representaba un trabajo doloroso y de solemnidad absoluta para mí era lo contrario: alegría de saber que ahí en realidad no fui a ver a nadie y que el espíritu de mi abuelo no está debajo de esa tierra sino en mis valores y nobleza. En aquellas cosas que el mismo me enseñó y que me permiten ahora sentarme junto a su tumba y ser feliz, ser feliz porque me di cuenta que el venció la muerte. La venció porque que sigue vivo, sigue vivo por el hombre que en mi vida quiero llegar a ser, aquel hombre formado en buena parte gracias a él.

2 comentarios:

Sole Vargas dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

hola niño!
bakan tu blogg po
me gusto harto
bien fuera d lo comun
ya pos niño
ando 0 aporte oy
dp t posteo mejoor!
jeje
ya pos ahi kiza nos vemos mañana!
besoos!
cuidate

aioo!**